Gracias,
por lo que nunca te he pedido y tú siempre me has dado. Por poner
nombre a todas las palabras que intentaban salir de mi boca y por
miedo no las encontraba.
Gracias,
por llorar conmigo, como yo lloro ahora, enfadada con la vida,
intentando encontrar resquicios en la tierra ya escarbada y que me
recuerdan que todavía me quedan esperanzas.
Buscar
tu cara en la cara de la gente, empujar a cualquiera que no se te
parezca por el precipicio de la indiferencia, conseguir amar a
cualquiera que me hable de ti.
Viene
a mí la amarga intimidad de compartir el dolor, de ver lágrimas en
aquellos que no deberían llorar delante de mí, verlas en silencio y
a solas, con mucha gente y contenidas, verlas explotar cuando no hay
absolutamente nadie, las mías.
Intentar
que nadie las vea, evitar el tema, conseguir quitarle toda la
importancia que puedo, confiar en ti como nunca lo conseguiría en
mí, aparentar que eres capaz de controlar las vueltas que da la vida
y dirigir la tristeza. Temer, como se teme a las olas que te adentran
en la playa, que te someten a su voluntad y solo a veces consigues
aprovechar la inercia de la marea para llegar a la orilla, y a pesar
de haberte secado, saber que todavía no estás a salvo.
Hay
momentos en los que no puedes bailar bajo la tormenta porque las
nubes están en tu cabeza, eclipsan los pájaros que antes anidaban
allí y te obligan a volar.